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    La importancia de buscar a Dios

    El mundo entero podrá defraudarnos o abandonarnos, pero si hemos conseguido establecer en nuestro interior una dulce y tierna relación con Dios, jamás nos sentiremos solos ni abandonados: siempre permanecerá a nuestro lado ese Alguien que es el verdadero Amigo, el verdadero Amor, la verdadera Madre o el verdadero Padre. Sea cual sea el aspecto en que concibas a la Divinidad, Dios es aquello para ti.

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    En todo corazón humano existe un vacío que sólo Dios puede llenar. Así pues, haz que la prioridad de tu vida sea encontrar a Dios.

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    Dios nos ha dado a cada uno de nosotros un apacible templo interior, donde ninguna otra persona puede entrar. Ahí podemos estar a solas con Dios. No es necesario hablar mucho sobre ese templo interior. Sin embargo, permanecer en él no nos aleja de nuestros seres queridos, sino que más bien suaviza, fortalece y hace más permanentes todas nuestras relaciones con los demás.

    Cuando acudimos directamente al Manantial de donde proceden todos los amores (el amor de los padres por los hijos, de los hijos por los padres, del esposo por la esposa, de la esposa por el esposo y del amigo por sus amigos), bebemos de una fuente que nos satisface más allá de todo lo que pudiéramos imaginar.

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    El hombre fue dotado de una mente y de un cuerpo con cinco sentidos, a través de los cuales percibe este mundo finito y se identifica con él. Sin embargo, el ser humano no es el cuerpo ni la mente; su naturaleza es espíritu, el alma inmortal. Cada vez que se esfuerza por hallar la felicidad duradera por medio de las percepciones sensoriales, sus esperanzas, su entusiasmo y sus deseos se estrellan contra las rocas de una profunda frustración y desencanto. Todo el universo material es esencialmente efímero y se encuentra en constante cambio. Lo que está sujeto al cambio lleva en sí la semilla de la desilusión; de manera que, tarde o temprano, el barco de nuestras aspiraciones terrenales encallará en los arrecifes de la decepción. Por este motivo deberíamos buscar a Dios, pues Él es la Fuente de toda sabiduría, amor, bienaventuranza y plenitud. Él es el origen de nuestro ser, el origen de toda vida. Y hemos sido creados a su imagen. Al encontrarle, percibiremos esta verdad.

    Cultivar una relación amorosa con Dios

    No concibas a Dios como una mera palabra, ni como un extraño, ni como alguien que mora en las alturas a la espera de juzgarte y castigarte. Piensa en Él de la misma manera que desearías que pensaran en ti si tú fueras Dios.

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    Una de nuestras grandes flaquezas consiste en tenerle miedo a Dios. Tememos reconocer ante Él todo aquello que causa una profunda preocupación en nuestra alma, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Pero eso es un error. El Divino Amado es el primero a quien deberías acudir con todos los problemas que tengas. [...] ¿Por qué? Porque mucho antes de que hayas siquiera reconocido tus debilidades, Él ya las conoce. Ten por seguro que no le estás diciendo a Dios nada nuevo. Sin embargo, el alma experimenta una maravillosa liberación cuando puedes desahogarte con Él.

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    En mi relación con Dios, prefiero pensar en la Divinidad bajo el aspecto de Madre. El amor del padre está frecuentemente condicionado por la razón y por el mérito del hijo. El amor de la madre, sin embargo, es incondicional: en lo que respecta a su hijo, ella es todo amor, compasión y perdón. [...] Podemos acudir al aspecto divino de Madre como lo hace un hijo y exigir su amor como algo que nos pertenece, independientemente de nuestros méritos.

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    Cuando invocamos a Dios desde la profunda quietud del corazón —con el anhelo puro y sincero de conocerle, de sentir su amor—, obtenemos infaliblemente su respuesta. La dulce presencia del Amado Divino se convierte así en la Realidad suprema, que transforma nuestra vida y colma el alma de satisfacción.

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    Lo que conmueve el corazón de Dios no son necesariamente las oraciones prolongadas. Basta un solo pensamiento expresado repetidamente desde las profundidades del alma para atraer la grandiosa respuesta divina. Ni siquiera me gusta emplear la palabra oración, porque parece sugerir una súplica ceremoniosa y unilateral dirigida a Dios. Para mí, conversar con Dios, hablándole como a un amigo íntimo y querido, constituye una forma de oración más natural, personal y eficaz.

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    Cultiva una relación más personal con Dios, considerándote como su hijo, su amigo o su devoto. Debemos disfrutar de la vida con la conciencia de que estamos compartiendo nuestras experiencias con Aquel que posee bondad, comprensión y amor supremos.

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    Nuestra relación con Dios se vuelve muy dulce y sencilla cuando procuramos recordar lo cerca que Él está de nosotros en todo momento. Si tratamos de obtener manifestaciones milagrosas o resultados extraordinarios en nuestra búsqueda de Dios, es muy probable que pasemos por alto las diversas maneras en que continuamente Él se acerca a nosotros.

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    Siempre que alguien te preste su ayuda, reconoce en dicho gesto la mano de Dios que te otorga esa gracia. Cuando alguien diga algo amable acerca de ti, oye la voz de Dios que resuena en el fondo de esas palabras. Cuando algo bueno o hermoso engalane tu existencia, considera que viene de Dios. Asocia con Dios todo lo que suceda en tu vida.

    La importancia de la meditación

    Tanto aquí como en el extranjero, la gente se acerca y me dice: «¿Cómo le es posible permanecer sentada e inmóvil en meditación durante tantas horas? ¿Qué es lo que hace durante esos períodos de quietud?». Los yoguis de la antigua India desarrollaron la ciencia de la religión. Descubrieron que, mediante ciertas técnicas científicas, es posible aquietar la mente de tal modo que no subsista la más mínima ondulación de pensamientos agitados que la perturben o distraigan. En ese claro y apacible lago de la conciencia, podemos contemplar entonces la imagen de Dios que se refleja en nuestro interior.

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    Las escrituras sagradas de todo el mundo afirman que estamos hechos a imagen de Dios. Si eso es verdad, ¿por qué no tenemos conciencia de que somos inmaculados e inmortales como lo es Él? ¿Por qué no nos vemos a nosotros mismos como encarnaciones de su espíritu? [...] Una vez más, ¿qué es lo que dicen las escrituras sagradas? «Aquietaos y sabed que Yo soy Dios». «Orad constantemente». […] Si practicas regularmente la meditación yóguica con atención concentrada, llegará el momento en que de repente te dirás a ti mismo: «¡Oh! No soy este cuerpo, aun cuando lo use para comunicarme con el mundo; tampoco soy esta mente, con sus emociones de ira, envidia, odio, codicia y descontento. Lo que en realidad soy es ese maravilloso estado de conciencia que percibo en mi interior. Estoy hecho a imagen de la bienaventuranza y del amor de Dios.

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    Existen varios puntos básicos que nos permiten desarrollar una actividad muy intensa sin perder, no obstante, nuestra paz o equilibrio interior. El primero de ellos es comenzar el día con un período de meditación. Las personas que nunca meditan no pueden llegar a experimentar la enorme paz que inunda la conciencia cuando ésta se recoge profundamente en el interior. Ese estado de paz no se puede alcanzar sólo por medio del pensamiento o la imaginación, pues se encuentra más allá de la mente consciente y de los procesos de pensamiento. Por eso son tan maravillosas las técnicas de meditación yoga que nos enseñó Paramahansa Yogananda. Todo el mundo debería aprender a usarlas. Cuando las practicas de manera correcta, sientes realmente que estás nadando en un profundo océano de paz. Comienza el día anclando tu mente en esa tranquilidad interior.

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    Por medio de la meditación llegamos a olvidarnos de nosotros y pensamos más bien en nuestra relación con Dios y en cómo servirle en los demás. El devoto debe olvidar su pequeño ego si aspira a recordar que está hecho a la divina imagen de Dios, que es inmortal y siempre consciente. La Biblia dice: «Aquietaos y sabed que Yo soy Dios». En esto consiste el yoga. «Aquietaos» significa retirar la conciencia del pequeño ego y del cuerpo, así como de todos los deseos y hábitos que impulsan la mente hacia los centros espinales inferiores, donde el sentimiento de identificación con el cuerpo es poderoso. Sólo cuando elevamos la conciencia hasta los centros superiores de percepción nos es posible comprobar que estamos hechos a imagen de Dios.

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    La paz y la armonía que todo el mundo busca con tanto apremio no puede obtenerse de las cosas materiales ni de ninguna experiencia externa […]. El secreto para que todas las circunstancias exteriores de tu vida se llenen de armonía consiste en establecer primeramente la armonía con tu alma y con Dios. Dedica diariamente un poco de tiempo a retirarte del mundo y a recoger tu mente para tratar de sentir la presencia de Dios. Éste es el propósito de la meditación. Te darás cuenta de que, luego de haber meditado profundamente y haber sintonizado tu conciencia con la paz de Dios que mora en tu interior, las dificultades externas no te provocarán tanta tensión; serás capaz de abordarlas sin perder tu compostura ni reaccionar exageradamente —sin «correr alocadamente como un pollo decapitado», como Guruji solía decir—. Contarás con una fortaleza interior que te permitirá decir: «Muy bien, afrontaré este obstáculo y lo superaré».

    Vivir en forma equilibrada

    En el interior de cada uno de nosotros existe un templo de quietud que no permite la intromisión del alboroto mundano. Pase lo que pase a nuestro alrededor, cuando penetramos en ese santuario de silencio que se encuentra en el alma, sentimos la bienaventurada presencia de Dios y recibimos su paz y fortaleza.

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    Se me parte el corazón cuando veo a personas cuyas mentes están atribuladas por multitud de problemas —frustraciones, desdichas, decepciones—. ¿Por qué los seres humanos se hallan atormentados por esta clase de experiencias? Por una razón: han olvidado a Dios, han olvidado a Aquel que nos ha creado a todos. Cuando llegues a convencerte de que lo único que te falta en la vida es Dios y decidas eliminar esa carencia mediante el esfuerzo por colmarte de la conciencia de Dios en la meditación diaria, llegará el momento en que te sentirás tan completo, tan plenamente satisfecho, que nada podrá perturbarte ni hacerte flaquear.

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    El propósito de la adversidad no es destruirnos ni castigarnos, sino ayudarnos a despertar la invencibilidad en nuestras almas. […] Las dolorosas pruebas por las que atravesamos no son más que la sombra de la mano de Dios que se extiende para bendecirnos. El Señor está ansioso por ayudarnos a escapar de maya, de este conflictivo mundo de la dualidad. Todas las dificultades por las que Dios permite que pasemos son necesarias para acelerar nuestro retorno a Él.

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    Quien logra ser espiritualmente equilibrado es verdaderamente exitoso. No me estoy refiriendo al éxito monetario, que tiene poca importancia. Ésa ha sido mi experiencia, y también la de Paramahansaji: he conocido a muchísimos seres humanos materialmente exitosos que han fracasado en los planos emocional y espiritual —llenos de tensión; carentes de paz interior y de la habilidad para dar y recibir amor; incapaces de relacionarse armoniosamente con sus familias, o con otros seres humanos, o con Dios—. El éxito de una persona no puede medirse por lo que posee, sino únicamente por lo que ella es y por lo que es capaz de dar de sí misma a los demás.

    La meditación nos ayuda a vincular nuestra vida externa con los valores interiores del alma como ninguna otra cosa en el mundo puede hacerlo. No nos aparta de la vida familiar o de nuestra relación con los demás; por el contrario, nos vuelve más cariñosos, más comprensivos, y nos infunde el deseo de servir a nuestro cónyuge, a nuestros hijos y a nuestros vecinos. La verdadera espiritualidad comienza cuando incluimos a los demás en nuestro propio deseo de bienestar, cuando expandimos nuestros pensamientos más allá del «yo, mí y mío».

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    ¡Cuán maravillosamente diferente y plena es la vida equilibrada que Dios nos ha mostrado a través de Paramahansa Yogananda! […]. La gente supone que cuando busca a Dios debe ser ¡extremadamente solemne!; pero la falsa piedad no pertenece al alma. Todos los santos que he conocido y frecuentado —incluyendo a Paramahansaji— eran alegres y espontáneos, como niños. No quiero decir con esto que fueran infantiles —inmaduros e irresponsables—, sino que eran como niños: disfrutaban de los placeres más simples y vivían con deleite. Hoy en día, las personas no saben cómo disfrutar de las cosas sencillas. Se sienten tan hastiadas de todo que nada las satisface: demasiado estimuladas externamente, pero famélicas y vacías en su interior, necesitan beber o tomar drogas para evadirse. Los valores de la cultura contemporánea no son saludables ni naturales; ésa es la razón por la cual no ha logrado generar suficientes individuos verdaderamente equilibrados ni familias que no se desintegren. […] Volvamos a disfrutar de los simples placeres de la vida.

    El camino hacia la paz y la armonía mundial

    La paz y armonía que todo el mundo busca con tanto apremio no puede obtenerse de las cosas materiales ni de ninguna experiencia externa: ¡es sencillamente imposible! Quizá podamos sentir una tranquilidad pasajera al contemplar una hermosa puesta de sol, o cuando vamos a la montaña o a la playa. Pero incluso las escenas más inspiradoras no te proporcionarán paz si tu ser se encuentra en desarmonía. El secreto para que todas las circunstancias exteriores de tu vida se llenen de armonía consiste en establecer primeramente la armonía con tu alma y con Dios.

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    No es realista hablar de paz entre las naciones si los habitantes de esas naciones no están en paz. Y no se puede estar en paz con el prójimo —ni aun con los miembros del propio hogar— si no se está en paz con uno mismo. Es algo que debe comenzar con el individuo. En mis viajes alrededor del mundo, una de las primeras preguntas que las personas me hacen en todos los países es «¿Cómo puedo sentir paz?», y yo les respondo: «El único modo de hallarla es mediante el recogimiento interior, que nos conduce a la presencia de Dios». La meditación diaria es el camino para restablecer el equilibrio espiritual, tanto en la vida de los individuos agobiados por sus cargas como en las familias destrozadas, y para hacer resurgir aquellos valores que habrán de sustentar la paz y la armonía en el vasto hogar de nuestra familia mundial.

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    Si vemos a nuestro alrededor con los ojos de la sabiduría, descubriremos que es obvio que las condiciones mundiales obligarán a la humanidad a desarrollar una relación más íntima con Dios. Nuestra esfera terrena, que hace algunos siglos parecía tan enorme, hablando comparativamente se ha reducido al tamaño de una naranja. Ya no podemos pensar que estamos separados de otros pueblos y culturas del mundo; las comunicaciones y los medios de transporte modernos nos han acercado, cara a cara, lo cual ha hecho absolutamente necesario que desarrollemos la madurez espiritual necesaria para comprender a los demás y convivir con ellos, de igual manera que deben hacer los miembros de un hogar. Los prejuicios y la estrechez mental —dos grandes debilidades de la naturaleza humana— deben desaparecer.

    Ahora, más que nunca, debemos aceptar esta verdad: Vivimos en un mundo constituido por diferentes clases de pueblos, con todas sus muy diversas apariencias físicas, mentalidades, intereses y motivaciones. Pero a estas interminablemente variadas floraciones de la individualidad humana las une un principio básico como si fuese una guirnalda: Dios. A sus ojos, nadie es superior ni inferior; todos somos sus hijos. A Dios no le interesa en lo más mínimo dónde nacimos, cuál es nuestra religión, o cuál es el color de nuestra piel —¿qué importa que nuestra alma use un vestido rojo, negro, amarillo o blanco?—. A Él no le importa en lo más mínimo. Pero sí le interesa cómo nos comportamos. Ése es el único criterio con el que juzga a sus hijos. Si abrigamos muchos prejuicios, en esa misma forma cosecharemos prejuicios. Si el odio nos invade, de igual modo, recibiremos odio. Si sentimos un gran resentimiento hacia un cierto grupo de personas, es un hecho que estamos sembrando las semillas de la enemistad que algún día habremos de cosechar. [...]

    En el fondo de las diversas creencias y prácticas se hallan conceptos espirituales que son comunes a todas las religiones. [...] Paramahansaji trató siempre de dirigir la atención de los devotos hacia esas verdades fundamentales y universales, mas no como meras creencias o disertaciones, sino como una necesidad práctica que deberían aplicar en su vida diaria. La más importante de estas prácticas —que los salvadores de la humanidad han enseñado a través de las edades— consiste en que cada ser humano ha de experimentar una comunión directa y personal con Dios. [...]

    Cuanto más nos esforcemos mediante la diaria meditación por morar en esa conciencia y recordar nuestra naturaleza real, en mayor grado nos será posible expresar esa divinidad que se hallaba en Cristo y que está en cada uno de nosotros. Éste es el mensaje de Self-Realization Fellowship. Es un mensaje que la India puede aceptar, que los cristianos pueden aceptar, y que todo el que practica una religión puede aceptar. No se opone a las enseñanzas de ninguna religión.

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    El pensamiento posee un poder inmenso. Cada acción proviene del pensamiento. Todo en el mundo finito es el resultado del pensamiento. Es la fuerza más poderosa del universo, y puede ejercer influencia en las vidas, comunidades y las naciones. Por lo tanto, es sumamente importante que nuestros pensamientos sean positivos en lugar de ser negativos. En la actualidad existen millones de personas que piensan y actúan de manera negativa. Por ello, por el bien nuestro y del planeta entero debemos tomar parte activa en la oración por nuestros semejantes. Cuando hayan participado suficientes almas, la combinación de sus vibraciones y pensamientos de bondad, amor, compasión y comportamiento positivo generarán una poderosa fuerza que tendrá el poder de transformar las vidas de los seres humanos en el mundo entero.

    El Gurú: recuerdos de Paramahansa Yogananda

    Era yo una jovencita de diecisiete años para quien la vida parecía un largo y vacío corredor que no conducía a lugar alguno. Una oración rondaba incesantemente en mi conciencia, pidiendo a Dios que guiara mis pasos hacia una existencia plena de sentido y mediante la cual pudiera buscarle y servirle.

    La respuesta a tal anhelo llegó en una súbita percepción que tuvo lugar cuando, en 1931, entré a un enorme y concurrido auditorio en Salt Lake City y vi que Paramahansaji estaba de pie sobre el estrado, hablando de Dios con una autoridad como yo jamás había visto. Quedé sumergida en un estado de total absorción; mi respiración, mis pensamientos y el tiempo mismo parecían haberse suspendido. El amor y el agradecimiento que sentí por la bendición que se derramaba sobre mí trajo consigo la certeza de una profunda convicción surgida de mi interior: «Este hombre ama a Dios; le ama de la forma en que siempre he anhelado yo amarlo. He aquí alguien que conoce a Dios. ¡Le seguiré!».

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    A lo largo de los numerosos años que tuve la bendición de permanecer en su compañía, jamás le vi [a Paramahansa Yogananda] simplemente como hombre. Él manifestaba tal divinidad… ésa es la única manera en que puedo describirle. […] Parecía como si él hubiese salido de las páginas de las Escrituras. ¡Estaba tan embriagado con Dios! ¡Su naturaleza era tan amorosa y universal! Sólo un ser divino como él pudo llevar adelante la misión que se le había encomendado: diseminar en Occidente y en todo el mundo la ciencia para comulgar con Dios, que nosotros denominamos Kriya Yoga.

    Para ahondar más en estos temas:

    Los pasajes que aparecen en esta página se citaron de la revista Self-Realization y de los siguientes libros que están disponibles en nuestra librería en línea: