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(Pasaje de La Segunda Venida de Cristo: La resurrección del Cristo que mora en tu interior, discurso 56 [volumen II] — comentario sobre las palabras de Jesús registradas en Lucas 12:22-31)

«Dijo a sus discípulos: “Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, pensando qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, discurriendo con qué os vestiréis, pues la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido.

»Fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un codo a la medida de su vida? Entonces, si no sois capaces ni de lo más pequeño, ¿por qué preocuparos de lo demás?

»Fijaos en los lirios: ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón, en todo su esplendor, se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe!

»Así, pues, no andéis buscando qué comer ni qué beber, ni os inquietéis por eso, pues por todas esas cosas se afanan los paganos del mundo. Vuestro Padre ya sabe que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura”» (Lucas 12:22–31).

La tierra sería un verdadero paraíso si tanto las naciones como las personas prestasen atención a los consejos de Jesús e hicieran de Dios la principal meta de su vida. Cuando la gente se concentra en el egoísmo político y económico a fin de acumular poder y lujos para sí mismos o para su país a costa de los demás, está infringiendo la ley divina de la felicidad y de la prosperidad, lo cual ocasiona desorden y privaciones en la familia, en la nación y en el mundo entero. Si los líderes de las diversas naciones, en lugar de ensalzar la agresividad y el egoísmo patriótico, orientasen la mente de los ciudadanos de su país hacia el logro de la paz interior, el amor a Dios y al prójimo, y el gozo de la meditación, automáticamente a las naciones les serían dadas por añadidura la prosperidad material, la salud y la armonía internacional, que se sumarían a sus tesoros espirituales.

Jesús hace hincapié en la suprema sabiduría que consiste en colocar a «Dios primero», y la considera la mejor fórmula no sólo para obtener la felicidad individual sino también el bienestar nacional e internacional: «Las naciones de la tierra buscan de modo desmesurado y egoísta el poder y la prosperidad material, lo cual inevitablemente conduce a dolorosas inequidades, guerras y destrucción. ¡Cuánto mejor sería que buscaran a Dios, añadiesen a sus esfuerzos el cumplimiento de las leyes divinas de la rectitud y vivieran en armonía bajo el dosel de la hermandad espiritual internacional! A aquellas naciones que viven en paz entre sí y buscan la conciencia de Dios, el Padre Celestial les concede prosperidad perdurable, bien merecida por su ayuda a la familia mundial, su buena voluntad y su cooperación económica internacional. Dios, que es el Proveedor del cosmos, conoce las necesidades de las personas y de las naciones. Si alimenta al cuervo y viste a los lirios, ¡cuánto más proveerá de todo aquello que necesiten los seres humanos y los pueblos que se encuentren en sintonía con los ideales divinos!».

La desenfrenada locura por el dinero que impera en la civilización actual muestra claramente que el egoísmo destruye la felicidad individual y nacional. La exagerada competitividad en el mundo de los negocios es perniciosa porque cada cual trata de apoderarse de las posesiones de los demás. De ese modo, en una comunidad de mil hombres de negocios cada uno tiene 999 enemigos y competidores. Jesús alentaba a la gente a compartir sus posesiones con todos; cuando se obedece esa ley, cada persona en una comunidad de mil miembros tiene 999 colaboradores.

«La seguridad y la prosperidad de una nación jamás podrán asegurarse por medio del egoísmo patriótico e industrial […]. La prosperidad nacional duradera no depende sólo de los recursos naturales y de la iniciativa de los ciudadanos de un país, sino fundamentalmente de la conducta moral, la armonía y la vida espiritual de sus habitantes».

Paramahansa Yogananda

La tarea de sobrevivir en el feroz entorno económico de nuestra época es tan exigente que quienes se dedican a los negocios deben esforzarse hasta la extenuación y no pueden concentrarse en desarrollar una vida verdaderamente feliz y espiritual. Los negocios fueron creados para la felicidad del hombre, y no el hombre para los negocios. Las iniciativas de negocios son necesarias sólo en la medida en que no interfieran con el desarrollo espiritual del hombre. Se debe aplaudir el desarrollo científico y tecnológico si se utiliza para el mejoramiento de la raza humana; pero desde un punto de vista práctico las naciones de la tierra podrían aumentar la felicidad de sus ciudadanos si promovieran un estado de conciencia basado en la simplicidad en el vivir y la nobleza en el pensar, al concentrar más la mente en el desarrollo espiritual, la literatura inspirativa, la filosofía y el conocimiento de las maravillas y el funcionamiento de la creación, y conceder menos importancia al desarrollo vertiginoso de tecnologías que fomentan la locura por el dinero.

Si las naciones de la tierra no complicasen la civilización con el egoísmo industrial, que conduce a la superproducción y al consumo excesivo en los países ricos y a que los países más débiles sean víctimas de la explotación y la mezquindad, todos los pueblos tendrían suficientes recursos para alimentarse y vivir bien. Pero debido a que la meta de la mayoría de las naciones desarrolladas es el egoísmo patriótico y la superioridad material, sin consideración alguna por las necesidades de sus vecinos, el mundo atraviesa situaciones de caos y confusión de «ismos» que dan lugar a las hambrunas, la pobreza y el innecesario sufrimiento de las guerras. Los acontecimientos que han marcado la primera mitad del siglo XX han demostrado claramente que la seguridad y la prosperidad de una nación jamás podrán asegurarse por medio del egoísmo patriótico e industrial, los cuales han provocado catástrofes económicas, dos guerras mundiales, desempleo, temor, inseguridad, hambre y desastres naturales, tales como terremotos, huracanes y sequías (que debido a las leyes de funcionamiento del karma masivo son la consecuencia indirecta de la acumulación de las acciones negativas cometidas por los individuos y las naciones).

Las caóticas condiciones actuales del mundo entero son el resultado de una vida apartada de los principios divinos. Las personas y las naciones pueden protegerse de la destrucción total que ellas mismas han generado si viven conforme a los ideales divinos de hermandad, cooperación industrial e intercambio internacional de bienes materiales y experiencias espirituales. El presente sistema económico de especulación y explotación ha fracasado; lo único que puede generar prosperidad duradera para el mundo es la hermandad entre las naciones y la hermandad entre las industrias necesarias y entre los industriales.

La Gran Depresión de los años treinta del siglo XX dio una lección de humildad a muchos millonarios que confiaban en que su visión para las finanzas les permitiría conservar sus cuantiosas fortunas. Incluso los hombres de negocios más sagaces se convirtieron en niños consternados en manos del destino y de la depresión económica, sin saber qué rumbo tomar. Se violaron las leyes espirituales de la «generosidad» y de «incluir la prosperidad de los demás en la prosperidad propia» y, como resultado, se produjo el colapso mundial del sistema económico industrialista. El egoísmo industrial precipitó su caída debido a la funesta avaricia del hombre por el dinero, lo cual condujo a la competencia desleal y suicida y a la venta de productos a precios por debajo del costo a fin de destruir a los competidores. Cuando el cerebro de un empresario materialista se ofusca por la avaricia, su inteligencia concibe planes que fracasan uno tras otro. Ése es el precio que tarde o temprano deben pagar todos cuantos se hallan sumidos en el egoísmo materialista que deja a Dios en el olvido.

Al adjudicarle un valor monetario artificial a la producción industrial, el ser humano ha creado una relación conflictiva entre el capital y el trabajo, que ocasiona de manera sistemática inflaciones y depresiones recurrentes. El capital y el trabajo, como si fuesen el cerebro y las extremidades, deben cooperar en pos del bienestar general del cuerpo y del alma de la nación, en vez de luchar entre sí y asegurar de ese modo su mutua destrucción. El cerebro y las manos trabajan en conjunto para mantener el cuerpo y compartir el alimento del estómago; asimismo, el capital (los cerebros de la sociedad) y el trabajo (sus manos y pies) deben cooperar para aportar prosperidad a la vida y compartir las riquezas que producen. Ni el capital ni el trabajo deben recibir un trato preferencial, a fin de evitar los riesgos tanto de las formas imperialistas de gobierno como de las socialistas. Ambos, el capital y el trabajo, han de ocupar el lugar que les corresponde y deben cumplir por igual con sus respectivas responsabilidades. Todos deben recibir alimento, vestimenta y contar con un techo, educación y atención médica, al compartir la riqueza de la nación; y si sobreviniese la pobreza como resultado inevitable de las inclemencias de la naturaleza, todos deberían soportar equitativamente su carga. Para lograr una existencia progresista en el aspecto material, mental y espiritual, no debe existir una distribución desigual de los bienes esenciales. El hecho de que algunos no posean nada mientras otros lo poseen todo es la causa fundamental del delito, la codicia, el egoísmo y muchos otros inenarrables males sociales.

Un miembro de la familia que se enferma o queda discapacitado no es objeto de caridad, sino que comparte de modo honorable los alimentos y los medios económicos de la familia. Lo mismo ha de aplicarse a cada uno de los miembros de la familia mundial. Nadie debería pasar hambre porque no logre obtener empleo o por ser anciano o inválido. Si los países de la tierra quieren complacer a Dios, han de conducirse conforme a los principios crísticos y, por lo tanto, vivir como hermanos en los Estados Unidos del Mundo, intercambiando bienes a fin de que ninguna persona sufra privaciones, hambre o pobreza.

En la actualidad es imperativo que tanto las personas como las naciones abandonen su egoísmo y alimenten y vistan el «cuerpo» internacional. Los ciudadanos de cada nación deben subyugar su predisposición hacia el interés propio y aprender a adquirir sabiduría y practicar la meditación para sintonizarse con el Infinito, a fin de que todos colectivamente alimenten el alma nacional con una felicidad que abarque todos los aspectos. Los países que viven en sintonía con Dios y sus ideales de hermandad y paz subsisten a través del tiempo sin sufrir guerras o hambrunas, en un permanente estado de prosperidad y felicidad espiritual. Los países que son materialmente prósperos pero carecen de sabiduría y de la bienaventuranza de Dios pueden perder su inestable opulencia material por causa de guerras civiles, luchas entre el capital y el trabajo, y conflictos con vecinos celosos que sienten envidia de su prosperidad. La existencia de una nación que posea abundancia y que se halle junto a otra en que la gente se muere de hambre jamás será una fórmula apropiada para atraer paz a la tierra.

Los países deben cuidar unos de otros o estarán condenados al fracaso. Por esa razón, Jesús les dice a las naciones de la tierra: «¡Oh naciones!, no seáis egoístas pensando únicamente en el alimento, la industria y la vestimenta, olvidando por completo la hermandad entre los hombres y a Dios, el Dador de todas las cosas; de lo contrario, atraeréis sobre vosotros el infortunio que por vuestra ignorancia os habréis creado y su séquito de guerras, epidemias y otros sufrimientos».

La prosperidad a menudo adormece la conciencia social: «¿Qué nos importan los demás países? Nos hemos esforzado para crear nuestra prosperidad a fin de poder nadar en la abundancia. ¿Por qué no habrían de hacer ellos otro tanto?». La cruel arrogancia es muy corta de miras, ya que la prosperidad nacional duradera no depende sólo de los recursos naturales y de la iniciativa de los ciudadanos de un país, sino fundamentalmente de la conducta moral, la armonía y la vida espiritual de sus habitantes. Sin importar cuán exitosa sea una nación, si sus ciudadanos se vuelven libertinos, egoístas e inarmoniosos ese pueblo sufrirá guerras civiles, traiciones y agresión por parte de potencias extranjeras, que pondrán fin a su complacencia y a su buena fortuna.

De ahí que Jesús advirtiese a los individuos y a las naciones que no deben ser egoístas ni centrar todos sus pensamientos en el alimento, la vestimenta o la adquisición de tesoros terrenales, sino que deben ser humildes, compartir su prosperidad con sus hermanos que sufren privaciones y reconocer a Dios como el único Dueño y Dador de todos los dones de la tierra.